La nitidez con la
que escuchaba el monótono tic-tac del segundero daba idea de lo intempestiva
de la hora. A su vez, los tañidos del campanario de la
iglesia de Santa Paula, no hacían más que reafirmar la madrugada.
El mismo bronce que un día sirvió para mantener alejados a los
piratas berberiscos a fuerza de cañonazos, ahora vibraba a cada
golpe de badajo para mantenerlo despierto a él y a todos los
noctámbulos. Tras un rápido vistazo al reloj, el joven Bernard
Talbot volvió la mirada al papel, no había tiempo que perder, pues
al despuntar el alba, con toda probabilidad, estaría muerto.
Los enérgicos
giros de muñeca guiando su pluma del tintero al papel y del papel al
tintero, iban creando un mosaico de salpicaduras a su alrededor, como las lágrimas negras de alguna péñola desconsolada. Intentaba ser conciso
en sus escritos, a pesar de que algunas frases fuesen difícilmente
legibles y claro en sus desarrollos matemáticos. En algunos pasos
evitaba perder el tiempo con demostraciones por considerarlas
triviales para el lector instruído, en otros, tan solo las esbozaba, aclarando que no disponía
del tiempo necesario. Los tachones apresurados se sucedían con
cierta frecuencia, creando la sensación exacta de lo que realmente
era, un escrito improvisado y, sobre todo, desesperado. Lo que
ciertamente aterraba a nuestro protagonista no era morir, sino la
indiferencia que siempre provoca el olvido. Con su muerte se
perderían ciertos hallazgos matemáticos que consideraba relevantes,
así que no quería perder la que con certeza era su última
oportunidad de incluir su nombre en los libros de historia de la
matemática, si bien no con letras de oro, quizás sí como una breve
mención con letras más modestas.
Por tales
vericuetos mentales discurría nuestro amigo, cuando decidió hacer
un alto, además de por cansancio, porque tenía los dedos ateridos y
convenía calentarlos un poco. Cogió con ambas manos la taza de té
que se atemperaba a un lado de la mesa, a la vez que estiraba la
espalda contra el sillón, donde permanecía en buena parte cubierto
por un viejo pellejo de astracán. Era reconfortante acercarse la
taza al rostro, mientras el vapor saliente humedecía sus ojos,
arenosos e irritados al fijar la vista durante largo rato; a su vez,
el quinqué, al que parecía acabársele el aceite, iluminaba apenas
la estancia. Mientras miraba distraído su reflejo en el cristal de
la ventana, algo vagamente perceptible hizo que volviese la mirada al
papel. A primera vista diríase que unas hormiguitas se movían erráticamente un lado para el otro. Su curiosidad le animó a
acercar el rostro al pliego, para comprobar con sorpresa que los
índices escritos estaban saltando de lugar, asombrosamente, los
índices covariantes de los tensores se tornaban contravariantes y
viceversa, componiendo toda la escena una danza grotesca.
Sin poder todavía dar
crédito a lo que presenciaba, en un principio achacó las visiones al agotamiento de
su mente, la cual provocaba tales magníficas ilusiones. Mientras frotaba sus
ojos incrédulo, numerosos símbolos parecían viajar desde una tenebrosa selva matemática hacia ese mundo que comúnmente se entiende como real. Símbolos de Christoffel, deltas de Dirac, tensores métricos... ¡qué se yo!
Súbitamente las integrales curvilíneas saltaron del papel apresando
sus muñecas firmemente a los brazos del sillón. De forma que de esta guisa,
inmóvil y aterrado, vio cómo el operador nabla ahogaba su grito
amenazando su pescuezo a modo de punta de flecha.
El espacio mismo
pareció transformarse en un tipo de enrejado móvil mientras, los
operadores divergencia y rotacional, originarios del mundo
bidimensional del negro sobre el blanco, causaban a su alrededor toda
suerte de travesuras, generando vórtices y rugosidades en un espacio
dinámico en constante agitación. Por si esto no fuera suficiente
para desquiciar al espíritu más templado, el color de las cosas
también parecía transformarse. El operador gradiente, que él mismo
había aplicado recientemente a diversos campos escalares en sus
notas, campaba ahora alegremente a sus anchas saltando de un sitio
para otro, coloreando el espacio según su temperatura, de modo que
las regiones más frías las pintaba de azul, mientras que las más
calientes de rojo. De esta forma, el té, casi incoloro hacía pocos
segundos, se mostraba ahora como un brebaje bermellón, mientras que
sus dedos lucían como ribetes azules.
Tal convulsión
azotaba el entorno, que el espacio se rasgó y retorció
violentamente sobre sí mismo, como al trapo que estrujamos con
objeto de secarlo. Las relaciones causales entre sucesos ordinarios, que insconcientemente aceptamos naturalmente por mera costumbre, parecían ahora inexistentes, las formas y el carácter íntimo de todas las
cosas conocidas mutó definitivamente. Lo mismo parecía sucederle al
tiempo, su fluir contínuo y absoluto quedó extrañamente alterado,
de manera que dado un suceso, sería
imposible ahora poner de acuerdo a dos observadores en cuanto a su
duración. Para lo que uno hubiese durado una eternidad, otro no
hubiese tenido tiempo ni de decir esta boca es mía. Durante largo rato el joven Bernard estuvo sometido a dichas distorsiones, preso de los caprichos del libre albedrío y de tal manera turbaron su buen juicio, que por un momento le pareció asomarse a los abismos mismos que conducen a la demencia.
De repente creyó oír a Teeves, su criado. Su voz, queda, parecía provenir
de alguna cripta olvidada y remota. Si ponía cuidado en
escuchar, a medida que pasaba el tiempo, su tiempo, el tam-tam de su
corazón, esos ecos lejanos se iban tornando lentamente inteligibles.
- ¿ Se encuentra bien señor? Son las seis y media de la mañana. Le he pedido el coche, tal y como me mandó – dijo Teeves mientras golpeaba insistentemente con uno de sus nudillos la puerta del despacho de Bernard -
Mientras, Bernard
permanecía con los ojos cerrados, temeroso de seguir presenciando
los horrores que esta noche habían tenido lugar en su casa.
Contra todo pronóstico, al abrirlos comprobó asombrado que todo
estaba en calma. Nunca una calma así dio origen a tanto desasosiego.
Todo en silencio y en perfecto orden, como esa quietud que siempre parece suceder a la galerna. ¿Se habría tratado tal
vez de un mero sueño? Y de no ser así ¿qué misteriosas puertas habría apenas
entreabierto? Y sobretodo, ¿qué horribles bestias las custodiaban?
Consciente del poco tiempo que le quedaba, se levantó tambaleándose
del sillón decididamente hasta el armario para coger su ropa de
abrigo.
Su agotamiento era
tal que Teeves tuvo que ayudarlo casi arrastrándolo hasta la calle.
Por fin en el coche, con la mirada ausente, perdida en ensoñaciones
y repaso mental de algunos cálculos de los cuales no estaba muy
seguro, escuchaba al cochero azuzar severamente a los caballos como si hubiera
sido advertido de su urgencia capital. Teeves lo acompañaba a su
lado, como siempre. De aspecto detallosamente pulcro, como siempre.
Tan inglés como cualquiera que hubiese nacido en los Lanes de
Brighton, sólo que este era oriundo del barrio de las Picadueñas de
Jerez.
Su cita era con un
gabacho. Se trataba de Auguste de Villepin, conocido en media ciudad
por ser un excelente tirador, amigo del juego y de las bolsas
ajenas. Esperaba junto a su padrino pacientemente, mostrándose tranquilo y confiado.
Cualquier lugareño que hubiese contemplado la escena en la
distancia, no hubiera dudado un instante acerca de la naturaleza y
propósito de tal encuentro. Cuatro hombres reunidos al alba en lo
alto de la colina del Cuervo, toda ella vestida de blanco invernal. Dos de ellos en breve se batirían en
duelo a muerte y es que, el honor, en aquellos tiempos, no era cosa
baladí y valía más dar la vida antes que perderlo. Los dos
padrinos cumplieron con el ritual, acordando el número de pasos
entre los contrincantes y comprobando el óptimo funcionamiento de las armas. Dos pistolas Galland de
bella factura, decoradas con elegantes filigranas tanto en el cañón
como en la culata.
Mientras se
contaban los pasos pertinentes a cada voz de uno de los padrinos,
Bernard escuchaba el sonido sordo que producían sus botas al
hundirse en la nieve. Una algarabía de cuervos, negros como su
suerte, permanecían apostados en las ramas desnudas de un tilo
cercano mientras graznaban, reclamando a la muerte. El duelo se
resolvió en la primera tanda de fuego. Al pobre Bernard ni siquiera
le dio tiempo de apretar el gatillo. El impacto y la sacudida
siguiente, lo tumbaron de inmediato.
Al fin comenzaba a
sentir una calidez placentera al tiempo que la nieve a su alrededor
se teñía de sangre gradualmente. Se desangraba mientras miraba las
nubes pasar, aceleradas por el viento de poniente y pensaba en cómo
eliminar los infinitos de ciertas ecuaciones divergentes.