sábado, 12 de enero de 2013

SUEÑOS DE LA RAZÓN




    La fantasía abandonada de la razón produce monstruos imposibles: unida con ella es madre de las artes y origen de las maravillas.”            Francisco de Goya y Lucientes



La nitidez con la que escuchaba el monótono tic-tac del segundero daba idea de lo intempestiva de la hora. A su vez, los tañidos del campanario de la iglesia de Santa Paula, no hacían más que reafirmar la madrugada. El mismo bronce que un día sirvió para mantener alejados a los piratas berberiscos a fuerza de cañonazos, ahora vibraba a cada golpe de badajo para mantenerlo despierto a él y a todos los noctámbulos. Tras un rápido vistazo al reloj, el joven Bernard Talbot volvió la mirada al papel, no había tiempo que perder, pues al despuntar el alba, con toda probabilidad, estaría muerto.

Los enérgicos giros de muñeca guiando su pluma del tintero al papel y del papel al tintero, iban creando un mosaico de salpicaduras a su alrededor, como las lágrimas negras de alguna péñola desconsolada. Intentaba ser conciso en sus escritos, a pesar de que algunas frases fuesen difícilmente legibles y claro en sus desarrollos matemáticos. En algunos pasos evitaba perder el tiempo con demostraciones por considerarlas triviales para el lector instruído, en otros, tan solo las esbozaba, aclarando que no disponía del tiempo necesario. Los tachones apresurados se sucedían con cierta frecuencia, creando la sensación exacta de lo que realmente era, un escrito improvisado y, sobre todo, desesperado. Lo que ciertamente aterraba a nuestro protagonista no era morir, sino la indiferencia que siempre provoca el olvido. Con su muerte se perderían ciertos hallazgos matemáticos que consideraba relevantes, así que no quería perder la que con certeza era su última oportunidad de incluir su nombre en los libros de historia de la matemática, si bien no con letras de oro, quizás sí como una breve mención con letras más modestas.

Por tales vericuetos mentales discurría nuestro amigo, cuando decidió hacer un alto, además de por cansancio, porque tenía los dedos ateridos y convenía calentarlos un poco. Cogió con ambas manos la taza de té que se atemperaba a un lado de la mesa, a la vez que estiraba la espalda contra el sillón, donde permanecía en buena parte cubierto por un viejo pellejo de astracán. Era reconfortante acercarse la taza al rostro, mientras el vapor saliente humedecía sus ojos, arenosos e irritados al fijar la vista durante largo rato; a su vez, el quinqué, al que parecía acabársele el aceite, iluminaba apenas la estancia. Mientras miraba distraído su reflejo en el cristal de la ventana, algo vagamente perceptible hizo que volviese la mirada al papel. A primera vista diríase que unas hormiguitas se movían erráticamente un lado para el otro. Su curiosidad  le animó a acercar el rostro al pliego, para comprobar con sorpresa que los índices escritos estaban saltando de lugar, asombrosamente, los índices covariantes de los tensores se tornaban contravariantes y viceversa, componiendo toda la escena una danza grotesca.

Sin poder todavía dar crédito a lo que presenciaba, en un principio achacó las visiones al agotamiento de su mente, la cual provocaba tales magníficas ilusiones. Mientras frotaba sus ojos incrédulo, numerosos símbolos parecían viajar desde una tenebrosa selva matemática hacia ese mundo que comúnmente se entiende como real. Símbolos de Christoffel, deltas de Dirac, tensores métricos... ¡qué se yo! Súbitamente las integrales curvilíneas saltaron del papel apresando sus muñecas firmemente a los brazos del sillón. De forma que de esta guisa, inmóvil y aterrado, vio cómo el operador nabla ahogaba su grito amenazando su pescuezo a modo de punta de flecha.

El espacio mismo pareció transformarse en un tipo de enrejado móvil mientras, los operadores divergencia y rotacional, originarios del mundo bidimensional del negro sobre el blanco, causaban a su alrededor toda suerte de travesuras, generando vórtices y rugosidades en un espacio dinámico en constante agitación. Por si esto no fuera suficiente para desquiciar al espíritu más templado, el color de las cosas también parecía transformarse. El operador gradiente, que él mismo había aplicado recientemente a diversos campos escalares en sus notas, campaba ahora alegremente a sus anchas saltando de un sitio para otro, coloreando el espacio según su temperatura, de modo que las regiones más frías las pintaba de azul, mientras que las más calientes de rojo. De esta forma, el té, casi incoloro hacía pocos segundos, se mostraba ahora como un brebaje bermellón, mientras que sus dedos lucían como ribetes azules.

Tal convulsión azotaba el entorno, que el espacio se rasgó y retorció violentamente sobre sí mismo, como al trapo que estrujamos con objeto de secarlo. Las relaciones causales entre sucesos ordinarios, que insconcientemente aceptamos naturalmente por mera costumbre, parecían ahora inexistentes, las formas y el carácter íntimo de todas las cosas conocidas mutó definitivamente. Lo mismo parecía sucederle al tiempo, su fluir contínuo y absoluto quedó extrañamente alterado, de manera que dado un suceso, sería imposible ahora poner de acuerdo a dos observadores en cuanto a su duración. Para lo que uno hubiese durado una eternidad, otro no hubiese tenido tiempo ni de decir esta boca es mía. Durante largo rato el joven Bernard estuvo sometido a dichas distorsiones, preso de los caprichos del libre albedrío y de tal manera turbaron su buen juicio, que por un momento le pareció asomarse a los abismos mismos que conducen a la demencia. 

De repente creyó oír a Teeves, su criado. Su voz, queda, parecía provenir de alguna cripta olvidada y remota. Si ponía cuidado en escuchar, a medida que pasaba el tiempo, su tiempo, el tam-tam de su corazón, esos ecos lejanos se iban tornando lentamente inteligibles.

       - ¿ Se encuentra bien señor? Son las seis y media de la mañana. Le he pedido el coche, tal y como me mandó – dijo Teeves mientras golpeaba insistentemente con uno de sus nudillos la puerta del despacho de Bernard -

Mientras, Bernard permanecía con los ojos cerrados, temeroso de seguir presenciando los horrores que esta noche habían tenido lugar en su casa. Contra todo pronóstico, al abrirlos comprobó asombrado que todo estaba en calma. Nunca una calma así dio origen a tanto desasosiego. Todo en silencio y en perfecto orden, como esa quietud que siempre parece suceder a la galerna. ¿Se habría tratado tal vez de un mero sueño? Y de no ser así ¿qué misteriosas puertas habría apenas entreabierto? Y sobretodo, ¿qué horribles bestias las custodiaban? Consciente del poco tiempo que le quedaba, se levantó tambaleándose del sillón decididamente hasta el armario para coger su ropa de abrigo.

Su agotamiento era tal que Teeves tuvo que ayudarlo casi arrastrándolo hasta la calle. Por fin en el coche, con la mirada ausente, perdida en ensoñaciones y repaso mental de algunos cálculos de los cuales no estaba muy seguro, escuchaba al cochero azuzar severamente a los caballos como si hubiera sido advertido de su urgencia capital. Teeves lo acompañaba a su lado, como siempre. De aspecto detallosamente pulcro, como siempre. Tan inglés como cualquiera que hubiese nacido en los Lanes de Brighton, sólo que este era oriundo del barrio de las Picadueñas de Jerez.

Su cita era con un gabacho. Se trataba de Auguste de Villepin, conocido en media ciudad por ser un excelente tirador, amigo del juego y de las bolsas ajenas. Esperaba junto a su padrino pacientemente, mostrándose tranquilo y confiado. Cualquier lugareño que hubiese contemplado la escena en la distancia, no hubiera dudado un instante acerca de la naturaleza y propósito de tal encuentro. Cuatro hombres reunidos al alba en lo alto de la colina del Cuervo, toda ella vestida de blanco invernal. Dos de ellos en breve se batirían en duelo a muerte y es que, el honor, en aquellos tiempos, no era cosa baladí y valía más dar la vida antes que perderlo. Los dos padrinos cumplieron con el ritual, acordando el número de pasos entre los contrincantes y comprobando el óptimo funcionamiento de las armas. Dos pistolas Galland de bella factura, decoradas con elegantes filigranas tanto en el cañón como en la culata.

Mientras se contaban los pasos pertinentes a cada voz de uno de los padrinos, Bernard escuchaba el sonido sordo que producían sus botas al hundirse en la nieve. Una algarabía de cuervos, negros como su suerte, permanecían apostados en las ramas desnudas de un tilo cercano mientras graznaban, reclamando a la muerte. El duelo se resolvió en la primera tanda de fuego. Al pobre Bernard ni siquiera le dio tiempo de apretar el gatillo. El impacto y la sacudida siguiente, lo tumbaron de inmediato.

Al fin comenzaba a sentir una calidez placentera al tiempo que la nieve a su alrededor se teñía de sangre gradualmente. Se desangraba mientras miraba las nubes pasar, aceleradas por el viento de poniente y pensaba en cómo eliminar los infinitos de ciertas ecuaciones divergentes.
















viernes, 16 de noviembre de 2012

NEONES AZUL DE PRUSIA




   Estaba angustiado, intoxicado, sentía cómo sus pulmones ansiaban otros aires menos viciados, sus entrañas agonizaban y suplicaban un sosiego utópico en una urbe gris, desnaturalizada, ahogada en el hastío y la rutina.


    Cierto día, mientras caminaba por el asfalto caliente, arrastrado por una muchedumbre uniformada e impersonal, casi cae desvanecido. La falta de aire nublaba su vista, intentaba inspirar pero sus vías respiratorias se dilataban en vano. Con un gesto desesperado logró apoyarse en una farola, en la esquina junto al café donde desayunaba cada mañana. Mientras se asía encorvado, trataba de aflojarse el nudo de su corbata y así facilitar la entrada de oxígeno. Moléculas compuestas por enlaces de dos átomos de este preciado elemento. 
Dirigía en derredor sus fosas nasales pero lo único que detectaba su sentido olfatorio eran azufres, grasa de vehículos, aceites requemados. Estiraba el cuello buscando en las alturas, pero cuando alzaba la vista no conseguía ver el cielo, sólo una neblina sinuosa que difuminaba las formas, las enturbiaba componiendo figuras grotescas. Quizás eran sus ojos. Ojos irritados por el smog urbano. Los frotaba incrédulo buscando el sol, un resquicio de luz. Pero el sol no era más que un disco difuso y pálido refugiado tras un velo lechoso. A pesar de sus intentos por sobreponerse, la angustia iba creciendo, los edificios colindantes, cuyas azoteas se perdían en la neblina, comenzaban a bailar a su alrededor, parecían danzar cual gigantes a un ritmo acelerado y hasta diríase que reían a carcajadas a su costa. Rendido cayó en la acera a merced de la selva de asfalto, acero y cristal.


    El torrente de viandantes seguía su camino apenas desviado para esquivar el bulto que obstaculizaba su paso. Alguno que otro torcía el gesto y dirigía la mirada allí abajo, a los infiernos que nunca miraban, donde creían que nunca estarían, donde residen los tahúres que un día perdieron y se rindieron. Miraban con desdén y despreciaban a ese infeliz que se dejó vencer. No había tiempo para banalidades. El giro de cabeza apenas duraba un segundo y tras él, rápido vistazo al reloj. Habían perdido seguramente tiempo y recuperarlo obligaba a acelerar el paso. Volver la vista hacia el objetivo, decididamente hacia el taxi, autobús o boca de metro habitual. A vista de pájaro, las calles de la ciudad, abarrotadas de gente, parecían inundadas por un agua ponzoñosa que discurría en todas las direcciones.


    Cuando despertó, horas más tarde, estaba algo aturdido, recostado en la acera con la espalda sobre la pared a unos escasos metros de donde pensaba que se había desmayado. La mañana había dado paso a la noche y, en vez de incorporarse se quedó allí tirado, contemplando perplejo, como si fuera la primera vez, mientras sus ojos se acomodaban a la nueva visión. Las luces de neón coloreaban toda la ciudad. Azules, rojas, amarillas...fijas o intermitentes. Los rascacielos proyectaban su fulgor a través de sus cientos de ventanas encendidas, grandes paralelepípedos puntillados de luz. Triunfales carteles luminosos proyectaban sus anuncios en forma de hologramas tridimensionales. Algunos, infelices de voluntad maleable, quedaban atrapados por ellos y los miraban ensimismados. En ocasiones durante días. Los sonidos de aquellas voces, cantos de sirenas electrónicas, llegaban hasta sus oídos de todas direcciones y se solapaban promiscuamente.


    Al cabo de un rato se percató del escaparate de una tienda de aparatos de reproducción estereográfica que tenía a su espalda. Decenas de rectángulos planos que reproducían todos a la vez las mismas imágenes. El reproductor se había convertido en una orgía de fotogramas atropellados donde bombardeaban las mentes con anuncios publicitarios y, de vez en cuando, rellenaban los espacios con algún programa soez donde personajes ridículos entretenían de la forma más mediocre. Pero él, paralizado frente al cristal, no miraba el reproductor, se miraba a sí mismo. Miraba su imagen algo deformada reflejada en el cristal. 
Reparaba curioso en su traje barato arrugado, su camisa sucia, su corbata azarosamente anudada y su pelo desordenado. Ahora, por alguna razón que no alcanzaba adivinar, la corrección de su aspecto le importaba un pimiento. A medida que se contemplaba reparó en una sensación extraña. Sentía como si nunca se hubiera mirado de esa manera, como si jamás se hubiera mirado realmente, sin prisas, no tenía dónde ir ni qué hacer. Reparó en sus rasgos sorprendiéndole una mirada despierta, un aspecto de inocencia que no reconocía. Era un hombre enjuto y de cuerpo fibroso, sus cejas, pobladas y caídas, le otorgaban una mirada generalmente triste. Aunque en su rostro predominaba su nariz aguileña, la cual aceptaba con resignación.


    Al poco, un hombre se le acercó dirigiéndose a él amablemente.

    - ¡Chico! ¿Te encuentras bien? ¿Qué haces aquí parado en la calle sin un rumbo claro? - dijo extrañado -


    Era un individuo de piel lechosa e insalubre, pelo peinado hacia atrás y mostacho bien poblado que ocultaba su labio superior otorgando a su sonrisa un aire siniestro y traicionero. Su ropa, aunque de apariencia cara, no conseguía disimular una figura vulgar sin el menor atisbo de refinamiento ni en su porte y mucho menos en sus gestos.

    - Tan sólo estoy aquí, pensando. - dijo él -

    - Pensando...- repitió vocalizando lentamente como rumiando tal respuesta - Pensando en que esto que hemos construido no está hecho para vivir. No sé para qué, pero no para vivir.

    El extraño dibujó una sonrisa al creer comprender a qué se refería, a la vez que se preparaba para recordar los preceptos que machaconamente repetían los Padres Diseñadores de grado III por doquier.

    - ¡No sabes lo que dices muchacho! ¡Oh! ¡Qué bello es contemplar el glorioso legado del animal más dotado de cuantos han pisado este dichoso planeta! Maravillas jamás antes proyectadas, odas modernas dedicadas a ese maravilloso moldeador de sueños que llamamos cemento que, al igual que nuestro Creador todopoderoso utilizó el barro, moldeándolo para crear su gran obra, nosotros también moldeamos para dar sustrato firme a nuestra identidad, como grandes soberanos. Cuando diviso desde lo alto, cual general disponiendo sus tropas, miles de grúas enormes erigiéndose aquí y allá, bosques modernos interpretando en conjunto una coreografía embelesadora, no puedo más que soltar alguna que otra lagrimita.

    Siguió cada vez más exaltado.

    - ¡Dadme concesiones! ¡Permisos de obra! ¿Acaso hay mejor y más delicado perfume que el del asfalto caliente, el yeso fresco o la chapa recién soldada? Olvídate de esos estúpidos sueños románticos que contaminan el seso con historias de árboles y bosques que se extendieron como plagas en otro tiempo. La naturaleza es intrínsecamente caótica, formas desordenadas y caprichosas que no obedecen a ningún orden bien establecido, es sucia y poco higiénica. Si me diesen a elegir entre un camino irregular y pedregoso y una buena autopista bien asfaltada me quedo con la autopista sin dudarlo un instante. Sueño con una extensión infinitamente asfaltada, sin lugar siquiera para una repugnante brizna de hierba. ¡Vamos! ¡Superficies lisas de elegante negro mate, peraltes de diseño matemáticamente perfecto a disposición de gentes de bien, prácticas y de buen juicio!

   Al terminar su discurso se quedó mirando al joven, con ojos de lémur irritado mientras un hilillo de saliva descendía lentamente por su comisura izquierda.
    Nuestro protagonista sosegadamente volvió a mirar al escaparate, a su reflejo desfigurado del cristal. No sabía qué haría mañana, tan sólo sabía que nada volvería a ser igual.